Siempre amé dibujar, pero nunca me atreví siquiera a intentarlo porque siempre pensé que el dibujo era algo reservado solo para aquellos que hubieran nacido con ese talento, talento del que yo carecía. Nunca había desarrollado esas aptitudes artísticas… hasta que el dolor me llevó a hacerlo.
Fue a finales de 2022, cuando estaba en uno de los momentos más tristes de mi vida, que leí una frase que decía:
“Si algo te duele, conviértelo en música, pintura, literatura, danza o en llanto... pero nunca permitas que el dolor se quede dentro tuyo.” Esa idea se me quedó clavada en la cabeza y sentí la necesidad de probar. Tomé un lápiz y dibujé. No era perfecto, ni siquiera bonito, pero era mío. Era la primera vez que dibujaba con intención, no solo por gusto o distracción, sino como una forma de hablar sin palabras. En los últimos años había hecho algunos bocetos, garabatos aquí y allá, pero esa vez fue diferente. Esa vez dolía… y al mismo tiempo sanaba.
Hoy, por primera vez, quiero tomarlo en serio. Quiero escuchar esa débil voz que durante mucho tiempo ignoré, pero para llegar hasta aquí, tuve que sentarme conmigo misma, mirar hacia adentro y reconocer algunas verdades.
Estudié arquitectura en la universidad, pero ahora me he dado cuenta de que quizá la razón por la que lo hice fue porque amaba dibujar, y lo más cerca que podía estar del arte era estudiando esa carrera. En aquel entonces había demasiados prejuicios en mi familia, aunque estoy segura de que mi mamá y mi hermana me habrían apoyado.
Mi paso por la universidad fue una experiencia muy traumática. Mi salud física y emocional se deterioró considerablemente debido a los largos periodos de estrés y ansiedad.
Durante la universidad, aprendí a cargar con más de lo que podía sostener. No solo eran las exigencias académicas y el constante juicio de profesores que me hacían sentir que nunca era suficiente, también llevaba sobre los hombros problemas familiares que me desgastaban emocionalmente. Iba acumulando dolor, ansiedad y silencios que nadie notaba.
Había tanto cansancio acumulado que, al detenerme, todo se vino abajo. El ritmo acelerado que llevé por años me mantenía en automático, y cuando por fin terminó, me enfrenté con un silencio que no sabía cómo manejar. Tenía un título en las manos, pero me sentía vacía, rota, sin dirección.
Veía a otras personas avanzar, tomar decisiones, encontrar trabajos, y yo apenas podía levantarme de la cama algunos días. Me cuestionaba constantemente si todo el esfuerzo había valido la pena, si realmente era capaz de salir adelante en lo que había estudiado. Lo peor era esa voz interior, alimentada por años de crítica y presión, que me decía que no era suficiente.
Intenté abrirme, decir lo que sentía, buscar consuelo. Pero cuando lo hacía, las respuestas eran frías, invalidantes. Escuchaba cosas como “otros están peor”. Esas frases me cerraban aún más, como si mi dolor no tuviera espacio ni permiso para existir. Me sentía juzgada incluso en mis momentos más vulnerables.
Perdí amistades. Me fui aislando poco a poco, no porque no quisiera a los demás, sino porque no sabía cómo explicar todo lo que pasaba dentro de mí. La soledad no fue una elección, fue una consecuencia. Y con el tiempo, esa soledad se volvió parte de mi rutina, como si fuera el único lugar seguro donde nadie me lastimaba más.
Y fue justo en ese momento, en medio de mi búsqueda desesperada por entenderme, que me encontré con cientos de historias en internet. Personas que, como yo, compartían sus heridas, sus dudas, sus pausas. Al leerlas, algo en mí se aflojó. Por primera vez me sentí acompañada, y tuve el valor de reconocer algunas verdades importantes sobre mí:
Tengo 26 años, y aunque amo la arquitectura, he llegado a aceptar que quizá no me dedicaré a ella toda mi vida.
Lo que realmente deseo es ser ilustradora y animadora 3D. Durante mucho tiempo eso me causaba culpa, como si reconocerlo significara que había desperdiciado los años de carrera, el esfuerzo de mis padres o mi propio tiempo. Pero hoy entiendo que no fue un desperdicio, sino parte del camino que me trajo hasta aquí.
Todavía recibo apoyo económico de mis padres. Antes me pesaba: sentía que estaba fallando, que ya debía estar generando mi propio dinero, sobre todo después de terminar la universidad. Pero hoy, en vez de sentir culpa, siento gratitud.
Estoy dejando una carrera que la sociedad considera estable y rentable para caminar hacia el arte, un territorio incierto, pero que siento profundamente mío. No fue una decisión impulsiva; fue una rendición honesta a un deseo que siempre estuvo ahí.
Algunas personas saben lo que quieren ser desde muy jóvenes; otras lo descubren a mitad del camino. Pero creo que lo más importante no es cuándo lo descubres, sino permitirte empezar. Y hoy, elijo empezar conmigo misma.
Quiero darme la mano, abrazar esos sueños que dejé esperando. No sé si mañana seguiré en el camino de la arquitectura o si terminaré convirtiéndome en una gran ilustradora. Lo que sí sé es que quiero darme la oportunidad de escuchar mi propia voz, incluso si el miedo aún me acompaña.
Porque empezar, al final, también es un acto de valentía.
P.D.: Si llegaste hasta aquí y leíste mi historia, quiero agradecerte por tomarte el tiempo. Quiero que sepas que, aunque a veces da miedo empezar algo nuevo, no estás solo. Estamos juntos en este camino, dándonos la oportunidad de comenzar con nosotros mismos, en silencio, lejos de todo ese ruido que nos distrae.
Date la oportunidad. Sigamos adelante. Tomemos esas libretas olvidadas, esos lápices, esas clases que nunca nos atrevimos a tomar. No te conozco, pero estoy orgullos@ de ti, porque el simple hecho de reconocer esta verdad ya es llegar a la línea de partida.
Hagámoslo juntos.